En el pueblo era un verdadero festejo cuando Papá Lucho llegó cargando del moderno aparato musical adquirido con el fin de escuchar y hacer bailar a toda su clientela, que domingo a domingo, se apostaba el filo del corredor de la casa.
Su mujer y sus hijos haciendo calle de honor miraban boquiabiertos aquel equipaje cubierto con una sábana blanca que bajaba de la parrilla del bus “San Luís”.
En medio del cuarto, que a la vez era tienda de abarrotes, puso el tocadiscos color rojo intenso deslumbrando a los presentes que en ese instante hacían algunas compras del diario.
Era una suerte de caja ronce, toda cubierta de madera, inclusive las tres perillas que servían de volumen, los bajos y el encendido. El sonido perfecto y la luminosidad que esparcía el contorno daban un ambiente de discoteca.
¡Que volumen!, así de ganas da ganas de pegarse un taco, decía Papá Lucho, mientras Alfredo seleccionaba los discos de 45 RPM, comprados en la capital, para insertarlos en el tocadiscos. Uno a uno iban bajando los 10 y hasta 15 discos puestos en esa noche, tonadas, sanjuanitos y los inolvidables yaravíes, que arrancaban lágrimas y nostalgias.
Los fines de semana, en la vieja casa arrinconada a un costado de la plazuela, de los peloteros y la feria dominical, se transformaban en días festivos. Los torteros, braceros y la cocina de leña comenzaban a prepararse para la venta de las comidas típicas, los caldos de patas, los tamales y el infaltable hornado asado la víspera en el horno de leña.
Los encuentros de los peloteros y el bullicio de la guambriada apostados alrededor de la cancha, se desbordaban de coloridos y algazara. La familia de Papá Lucho madrugaba y tener todo listo para la venta que era el único sustento económico.
Segundo, se encargaba de la venta de los helados, claro está con la condición de obtener una comisión; el hermano mayor ponía la música solicitada con insistencia mientras se servían la chicha. Tres tonada un sucre, pagaban por cada pedido que se extendía hasta la media noche. En ocasiones cuando amanecía con el hígado virado, terminaba abruptamente, sacando a empellones a los borrachos asegurándose de que hubieran cancelado lo consumido,
Papá Lucho ponderaba su tocadiscos aludiendo el gran volumen de los parlantes que se dejaban oír en los pueblos vecinos y por ese motivo la clientela y también por los emborrazados de patas de cerdo, tan apetecidos por el zapatero de la localidad.
Entre semana, la familia de Papá Lucho se concentraba a las tareas diarias, se veían alegres tarareando algunas de las canciones en su nuevo tocadiscos marca Telefunken. El último de los hijos se apostaba en la silla ubicada junto al aparato para, sin pestañear, seguir con su mirada aquella aguja que surcaba el disco y luego de una pausa esperar la caída de otro y otro, y otro más, para repetir la secuencia.
Oswaldo Mantilla