miércoles, 21 de febrero de 2007

CRISÁLIDA

El miedo le había ganado la partida. Era demasiado tarde para enderezar las cosas y ya no quedaba nada por hacer. Todo empezó aquella mañana en que la increpo a viva voz. Bloqueada, no podía pronunciar una defensa, quizás porque no escuchaba los reproches. Pero veía el rostro amado transfigurarse por la ira; los ojos a punto de salir de sus cuencas; toda la sangre del cuerpo agolpada en el rostro afable de otros días; manoteaba y alzaba los brazos con los que la había amado la noche anterior; llegó a pensar que le asestaría un golpe y lo habría logrado con facilidad pues estaba petrificada, mientras él andaba de un lado a otro. Lo único que mantuvo su memoria fue su vergüenza al percatarse de las miradas curiosas.

El porque de aquellos reproches… no tenía importancia.

¿Tenía la razón para ello?… él siempre tiene la razón, confesó para sí.

Desde entonces aquellas explosiones de ira, que se manifestaban por las más insignificantes situaciones se hicieron cotidianas. Ella, solo callaba inclinando la cabeza enardeciéndolo aún más, él se aprovechaba de esta sumisión para envilecerla. Después de aquellas “discusiones” el monstruo se transmutaba en el más amoroso de los hombres. A tal punto que su virilidad se desbordaba. Temerosa y confundida de aquellos cambios abruptos se dejaba llevar de la mano por el gran amor que le tenía y sin darse cuenta estaba nuevamente a su merced. Pronto la convenció de su incapacidad para hacer algo bien hecho, y en la intimidad la despreció.

Cierta mañana, escuchó en un programa sobre el maltrato a la mujer. También escuchó que el denigrar al ser humano es otra forma de maltrato. Ella se sentía así, menospreciada, insegura, apocada. No, no podía ser. No le podía estar pasando a ella. Entonces… ¿Por qué se sentía apaleada después de sus reclamos? ¿Por qué sentía sangrar su alma ante sus miradas de desprecio? ¿Por qué experimentaba un desdén por la vida que laceraba cada vez más su estima?

No, ya no más. Decidió tomar nuevamente las riendas de su vida. Para ese entonces ya no quedaba nada de su gran amor. En su reemplazo: rencor y desilusión. Le tomo mucho tiempo, esfuerzo y energía enfrentarse a su enemigo. Con la seguridad de que su vida dependía de ello, lo encaró. Lo escuchó decir cuánto la amaba y lo mucho que la necesitaba pero afortunadamente para ella, no pudo decir lo mismo. Dio media vuelta, maleta en mano cerró la puerta y hechó a volar sin miedo y sin temor.

Margrita Alvarez Díaz