miércoles, 9 de mayo de 2007

DESDE LAS TIERRAS DEL KI

Cuentan que hace miles de años, después del diluvio universal
que relatan los libros sagrados, una semilla de maíz pudo salvarse en la cima del Kápak Urku, -nombrado por los españoles: el Altar-, para germinar con el soplo divino y florecer en el triángúlo energético formado por la mamá Tungurahua, el Taita Chimborazo y el Jatun Altar.

Entonces, el primer hombre rojo hecho de maíz y, la primera mujer hecha de quinua, empezaron a crecer y multiplicarse con los ciclos de la tierra, el aire, el fuego y el agua. La mujer sería lunar y sujeta a los vaivenes del lechoso satélite; el hombre en cambio solar, cargado de la fuerza del fuego, más siempre vulnerable al agua... Los dos cíclicos y complementarios, como la noche y el día, siempre naciendo con el amanecer y muriendo en el poniente, para renacer otra vez de sus cenizas, con el alba.

Algo similar sucedería en otras épocas y latitudes, -y en otros diluvios-, en la China con el hombre amarillo y el sagrado cereal arroz y en Egipto con el hombre negro y la alimenticia cebada, o en Europa con el hombre blanco y el dorado trigo.

Desde entonces, en las tierras primigenias de KITO: ancestral país de los kindes o Tierra de la mitad, los hombres de maíz y las mujeres de quinua, se dedicaron a inventar nuevos alimentos para el bienestar de sus hijos. El fréjol lo desarrollaron los hombres del sur de los andes ecuatoriales, los abuelos de los paltas, bracamoros y zarzas; la quinua y el amaranto los andinos centrales, tíos abuelos de panzaleos y puruwayes, cuyos abuelos llegaron desde las lejanas costas de Caraquis, hasta la tierra de los míticos cóndores de nieve o Condorazos. La papa o batata la inventaron los cañaris hijos de la guacamaya y la serpiente, pero la aclimataron los pastos y killasingas, en la región más extrema del Chinchay Suyo, territorio sagrado de Chincha: constelación del mono. Y, siguiendo después las direcciones de la Tawa, se dispersaron a los cuatro vientos.

Por su parte, los Caranquis, aportaron con casi 200 variedades de maíz y deberían tener la patente de las palomitas de maíz o cereales voladores que comemos mientras vemos el Código Da Vinci en los Cines Marks y en el austro, los Cañaris aportaron a la humanidad con el mote, que se transformó en mote pillo, - claro está-, gracias al huevo de gallo y gallina que trajeron desde la Patria Madre nuestros padres putativos…

Por eso, al explorar nuestras identidades, mucho más que buscar en las “Señas particulares” que algún gurú despistado, pretende hallar en el fenómeno de “la hora ecuatoriana”, o en la planta del pie que nos hace plantillas, o buscar en el Museo Imposible de Latacunga, el fósforo con el que chamuscaron al pan quemado, deberíamos empezar por valorar nuestras identidades, desde lo que comemos hoy y desde hace siglos: el maíz, la papa, la quinua, el fréjol, el chocho, las habas, la mashua, el amaranto, el melloco...

Así tan simple, deberíamos empezar a buscar nuestras identidades en la natural cotidianeidad de nuestra vida y en nuestra alimentación diaria. Ahora sabemos por estudios genéticos, que las tierras ecuatoriales fueron el horno en donde se amasaron al sol y la luna, los principales productos de una alimentación sana y de otras tantas “comidas de indians”, que como tantos regalos de la Allpamama, luego se expandirían en las cuatros direcciones de Amaruka y luego a todo el planeta GAIA y que salvaron del hambre, en plena revolución industrial, a los racionalistas y carnívoros del norte, quienes en principio destinaron el maíz y la papa como alimento para su ganado, pero que luego se vieron obligados a sobrevivir a sus propias guerras y desastres, comiendo papas fritas, con “pop corn” y COCA cola...

En estas fechas del solsticio de junio o INTY RAYMY, que para la cultura judeo-cristiana anuncia el Corpus Cristi, aquel maestro solar, -como lo fue Tunupa Wiracocha para los andinos, Quetzalcoatl para los mayas o Sidartha Gautama Buda para los orientales, bien vale recordar y empezar a valorar nuestras más antiguas tradiciones solares y lunares; de sentirnos hijos del maíz y seguramente hijos de la papa y de la quinua y del amaranto y de la mashua; para conseguir como profetizó el inca Atahualpa: que pasados quinientos años de oscuridad asistiríamos al regreso de miles y miles de sabios amautas, de agricultores, de escribas o quipucamayoks, de poetas o aravikos, en fin de miles de astronautas de la Nueva Pacha, para iniciar el florecimiento de la humanidad en el “tiempo-espacio que vuelve” en este Décimo Pacha-kutik, que por cierto, nada tiene que ver con ningún partido político.

Por ello, ULTIMATUM estará interesada en mirar a nuestras literaturas en el contexto amplio de los pueblos y de las culturas ecuatoriales ancestrales y contemporáneas; desde múltiples perspectivas y desde numerosas entradas, pero sobretodo desde una “cosmovisión” y no desde cualquier y maniquea “ideología” al uso y/o abuso del “hombre blanco”…

ULTIMATUM aspira a poder mirar otra vez en el cielo, a las constelaciones del Puma, del Mono y de la Cruz del Sur; a guiarnos con el reloj ecuatorial del grano sembrado y florecido de la tierra; jugar en el caparazón de la verde tortuguita de Cerro Narrío o desovillarnos en la espiral de un spondylus ancestral, para comprobar que como pueblo sol-lunar, sí somos capaces de enterrarnos en el oscuro útero de Allpa Mama y de renacer al tercer día o al tercer mes, -eso poco importa-, con la utopía de saber que somos carne de barro, ojos de quinua, cuerpo de caña y manos de abierta mazorca...

Diego Velasco Andrade