Joaquín Gallegos Lara nace en Guayaquil el año 1911.
Quienes lo conocieron dicen de Joaquín Gallegos Lara que padecía una grave malformación en las piernas, hasta el punto de verse obligado a caminar siempre apoyado en los hombros de sus parientes o amigos.
Tenía once años de edad cuando vivió, a su manera, los hechos que luego convertiría en su gran novela: "Las cruces sobre el agua".
Contaba diecinueve años cuando irrumpe en la literatura ecuatoriana con un libro de cuentos titulado "Los que se van", en el que participan también Demetrio Aguilera Malta y Enrique Gil Gilbert. Estos forman el núcleo de escritores llamado "grupo de Guayaquil" y posteriormente "Los cinco de Guayaquil", una vez sumados José de la Cuadra y Alfredo Pareja Diezcanseco. "Los que se van" causó revuelo, rechazo por parte de algunos e incertidumbre de muchos. Los autores y el libro fueron acusados de brutales y exagerados en sus relatos sobre la cotidianeidad de la gente del campo costeño. Hoy, sin embargo, reasentada la polvareda de su aparición, "Los que se van" es reconocida como una de las piezas más significativas de la narrativa ecuatoriana.
Gallegos Lara militó fervorosamente en el Partido Comunista Ecuatoriano y combatió activamente a políticos e intelectuales de clase media que, según decía, pretendían erigirse en la dirección revolucionaria del país: "En Ecuador no se leen libros ecuatorianos. Los artículos periodísticos no se pagan. Los profesionales reciben honorarios ridículos, fuera de tres burgueses de cartel. Los estudiantes carecen de libros. El que quiere ser artista muere de hambre o tiene que ser alcahuete de un gamonal para subsistir. Como resultado de las condiciones económicas de su vida, y salvo una minoría de honestos y pobres, los intelectuales de Ecuador tienen un temperamento prostituido". (R.D. Buitrón, 1993)
LAS CRUCES SOBRE EL AGUA
El 15 de noviembre de 1922 es un suceso que parte al Ecuador entre lo que hasta entonces fue y lo que desde ese día comenzó a ser. Por ello la polémica se mantiene entre quienes no creen que ocurriera y quienes saben hasta qué punto es cierto; entre quienes intentan minimizar la importancia del suceso para la historia nacional y quienes hablan de aquella fecha como la del bautismo de sangre de la clase obrera ecuatoriana.
El 15 de noviembre de 1922 es, por eso, realidad y leyenda.
Real porque sucedió. Las crónicas de los periódicos de la época, los estudios y los testimonios posteriores y las referencias históricas así lo confirman. Diferencias de matices existen en cuanto a la magnitud del movimiento obrero y popular y en cuanto al alcance de la represión gubernamental, las protestas contra éste y al malestar que le siguió. La inmensa mayoría de los historiadores nacionales coincide, sin embargo, en señalar una nítida y precisa división entre el Ecuador anterior a aquel 15 de noviembre, sin organización obrera ni expresión reivindicativa popular, y el Ecuador donde ya comienza a forjarse el movimiento sindical, obrero y campesino, cuyas luchas, frustraciones y conquistas corresponderá juzgar sólo cuando llegue el tiempo.
Leyenda porque traduce algo que es una constante histórica y social del país, una constante que a lo largo del siglo para los ecuatorianos ha sido y es sueño o pesadilla, pasión o indiferencia, pasado de gloria o imposible futuro, verdad de muerte o ficción importada.
En el 1900 el puerto marítimo de Guayaquil concentraba la mayor riqueza del país gracias al auge cacaotero mundial, uno de cuyos principales protagonistas como exportador en el Ecuador.
A Guayaquil se le llamaba la "Perla del Pacifico" y reunía una diversidad insólita de inmigrantes nacionales y extranjeros, que llegaron al puerto atraídos por el fascinante aroma del cacao el extraordinario progreso que, se decía, estaba trayendo la venta del producto en los grandes países capitalistas.
Los terratenientes cacaoteros y sus familias vivían en París. A la sombra de sus posesiones floreció en Guayaquil una burguesía comercial y financiera, que se entretenía en esperar anhelante al inmigrante español o italiano, vestir de seda y plumas, comprar pianos y ser espectadores de las modas artísticas importadas de Europa. Entre tanto, los inmigrantes ecuatorianos, aquellos montuvios e indios de costa y sierra, que llegaron a Guayaquil persiguiendo el mismo olor del cacao y se convirtieron en cargadores, estibadores, escogedores y secadores del grano, levantaron sus casuchas junto a las de los obreros de las primeras fábricas y las de los artesanos. Las diferencias sociales que se establecieron de principio abrieron una brecha enorme entre quienes lo tenían todo y quienes todo lo soñaban.
De pronto, las plagas diezmaron las grandes plantaciones de cacao. En el mercado internacional cayó bruscamente el precio del producto. El gobierno defendió a los exportadores y a los banqueros, mediante sucesivas devaluaciones del sucre que afectaron gravemente a la clase media y, en especial, a los más pobres. Salario y trabajo se volvieron inciertos e insuficientes; los pocos que trabajaban cada día se sentían mal pagados o robados; las epidemias se cebaron en quienes carecían de los más elementales servicios y recursos.
Para 1921 la crisis se desbordaba. El cacao se acabó. La gente que antes se salvó de la peste moría ahora de hambre en las calles.
Apenas veinte años después de la revolución liberal de 1895 (Eloy Alfaro, Plaza Gutiérrez, Lisardo García), el pueblo sintió que aquel liberalismo triunfante lo había traicionado. Los nuevos gobiernos conservadores no comprendieron, ni calcularon ni canalizaron el descontento popular. En 1922 el incipiente movimiento de los trabajadores se lanzó a una huelga -políticamente débil pro históricamente aleccionadora- cuyo desenlace ocurrió ese 15 de noviembre. El gobierno y los sectores poderosos reprimieron la protesta con extrema dureza. centenares de huelguistas fueron muertos a balazos y sus cadáveres arrojados a la ría del Guayas. El pueblo dolido, con sus maneras tristes y dulces de expresarse, echó sobre esa tumba de agua, casi oceánica, cientos de coronas de flores y cruces de palo que durante días quedaron flotando. Los muertos no se vieron; las cruces sí
La ilustre pensadora ecuatoriana María Augusta Veintimilla sostiene que el 15 de noviembre de 1922 marca un hito en el resquebrajamiento de la ideología liberal oligárquica, en el inicio de la autonomía del pensamiento obrero y en la posibilidad de penetración en Ecuador de las ideas socialistas y comunistas, que desde Europa recorrían el mundo.
En cuanto a la novela "Las cruces sobre el agua", es el intelectual Adrián Carrasco quien la define con mayor acierto y hace de ella la valoración más ajustada: "Novela total y completa, que biografía a un pueblo; documento socio-político excepcional, que plantea nuevos conceptos de nacionalidad, cultura el historia ecuatoriana. Novela y documento que toma al pueblo como verdadero protagonista; que propone una visión alternativa a la ambivalencia realidad/ficción que sostiene la cultura oficial; que rescata y pondera el idioma popular, el hablar de la gente, en contraposición al español académico y normalizado, al que enriquece; que siembra en la memoria colectiva la figura de líderes políticos e intelectuales como Eloy Alfaro, Concha, Montalvo...; que critica, sin contemplaciones, la debilidad del propio pueblo en su organización y dirección; que expresa el primer rechazo social a la impunidad de la violencia del Estado".