Palabras de Higinio Polo
El Viejo Topo
Hace algo más de medio siglo, Pollock, De Kooning, Rothko, Gottlieb, Gorky y Kline se convirtieron en los protagonistas del triunfo del arte moderno. Esos artistas tenían patrones poderosos, y su ascenso en el panorama artístico de hace cincuenta años ha sido el hilo conductor de la reciente exposición organizada por el Macba barcelonés con el título de Bajo la bomba. El jazz de la guerra de imágenes transatlántica. 1946-1956. En esos diez años de lucha desigual, la capitalidad mundial del arte basculó de París a Nueva York, y se transformó la concepción misma del arte, la valoración de las obras, y se consolidó el papel del mercado y del mercader en el control de los criterios artísticos y del valor de cambio de la pintura. Hasta ese momento, la pintura norteamericana había pasado casi desapercibida, sin conseguir especial relevancia en el arte internacional, y, de pronto, cuando Washington exhibía su musculatura atómica ante el mundo en los primeros años de la posguerra, su eficaz y masiva propaganda decretó que la modernidad estaba con ellos. Cuando eso sucedió, el gobierno Truman gastaba millones de dólares en imponer el imaginario de la “vida americana” frente al socialismo soviético y frente a la decadente Europa, aún destruida, donde los soldados norteamericanos acantonados mostraban la pujanza y el bienestar de los Estados Unidos, aunque, de hecho, esa imagen que proyectaban era casi un espejismo, puesto que el país procedía de la miseria y del hambre de la gran depresión, que hacía pocos años que había atenazado a su población, aunque los horrores de la Segunda Guerra Mundial y el desarrollo de una economía que bebía de la guerra, hubiesen hecho olvidar las penurias.
Sin embargo, en la hambrienta posguerra europea, esos soldados norteamericanos representaban casi la felicidad, frente a las estrecheces y la pobreza de París, el hambre de Nápoles, la destrucción de las ciudades alemanas, la devastación que los nazis habían dejado en la Unión Soviética, que pueden simbolizarse con la obra Peace II, de Grosz, o con la fotografía de Lee Miller, Ciclistas en tándem haciendo funcionar unos secadores de pelo en el Salon Gervais, del otoño de 1944. La liberación había llegado a Francia de la mano de las tropas aliadas, pero también de la resistencia, y quienes se habían jugado la vida en ella eran sobre todo los comunistas, franceses o españoles. En 1944, tras la liberación de París, con Picasso incorporado a las filas comunistas, y Matisse como el otro gran referente de la modernidad de preguerra, el arte francés se dispuso a recuperar su centralidad en el mundo. Pero los Estados Unidos querían también dominar la escena artística. Francia estaba en una situación de debilidad, porque aunque jugaba el papel de nación vencedora, en realidad había padecido la ocupación nazi, y el fenómeno del colaboracionismo manchaba su reputación internacional: las fotografías de Lee Miller de las mujeres colaboracionistas eran demoledoras, pese a los disimulos de quienes habían contemporizado con el ocupante alemán; como, en otra dirección, lo era la fotografía que muestra a unos guardias de las SS muertos, tirados en un vagón de tren, o las del campo de Dachau: a todo eso se había reducido Europa, y Estados Unidos, cargado con la mitología del cow-boy justiciero, había llegado al rescate del viejo continente. Francia había sufrido mucho, y el Busto de mujer, de 1943, de Picasso, podría simbolizar el asombro ante la maldad humana, aunque, en la lucha contra la ocupación, el país había recibido la imprescindible colaboración de otros, como los republicanos españoles, recordados por el mismo Picasso en su obra Monumento a los españoles muertos por Francia, de 1946, donde está inscrito el lema Aux espagnols morts pour la France, que todos podían leer en la posguerra francesa.
En 1944, el Partido Comunista francés, con la aureola de haber sostenido la lucha partisana y haber salvado la dignidad de Francia, junto a Jean Moulin y a quienes habían tenido el coraje de “prendre le maquis”, se encontró ante un complejo panorama político, donde debía conjugar, con dificultad, su papel de garante de la reconstrucción del país con la defensa de la autonomía francesa ante el vendaval norteamericano: en 1947, el cartel del PCF, que aún tenía su sede en la rue Le Peletier, proclama que los comunistas son “el partido de la independencia francesa”. El propio Maurice Thorez, en julio de 1945, había convocado a los obreros franceses al trabajo duro: “ayer, nuestra arma era el sabotaje; hoy, es la producción, para hacer fracasar los planes de la reacción”; no en vano, los comunistas y la izquierda temían un resurgimiento del fascismo. Matisse había dicho que “el trabajo es el paraíso”, en el momento en que Robert Doisneau fotografiaba Un coche a cuadros, delante del baile Tabou. 1947. A la rue Dauphine, y no era fácil conciliar el trabajo difícil de la posguerra y las ansias de vivir que quienes sólo querían olvidar. En ese marco, Estados Unidos apostaba por la estabilidad en Francia, siempre y cuando no hubiese comunistas en el gobierno, y, al mismo tiempo, desconfiaba de los sectores nacionalistas representados por De Gaulle. Estaba gestándose otro conflicto, la guerra fría, pero, además, Washington sabía que la presencia de sus soldados en Europa era una oportunidad de oro para cerrar el paso a los comunistas franceses e italianos y, por añadidura, para imponer su dominio sobre la Europa arrodillada. Porque la supremacía militar iba de la mano de la nueva presencia económica norteamericana, iba acompañada de la hegemonía en la cultura, en el arte, en la interpretación de la historia, en la definición del futuro. Y París, vieja capital del arte mundial, era una pieza más que había que cazar.
En esa coyuntura, los únicos sectores que podían retener para París la capitalidad mundial del arte eran los procedentes de la izquierda; pero tenían que luchar; políticamente, contra la derecha francesa y contra la intervención norteamericana, omnipresente en los años de posguerra, y, culturalmente, contra la pujanza y el dinero de las nuevas tendencias artísticas que procedían de Nueva York. Era muy difícil que París retuviese su papel de preguerra, en un momento en que ya se adivinaba el final de la poética de la resistencia y se anunciaba en el horizonte el predominio de lo cotidiano, la atracción irresistible de los pequeños deseos, la belleza del consumo como icono y contenido materialista de la revolución mesocrática que parecían proclamar los saludables soldados norteamericanos que repartían chocolate entre los niños pobres de París o de Nápoles. El aparato propagandístico norteamericano, las grandes revistas, los periódicos, la radio, calificaban ya en 1950 a Jackson Pollock como el artista más importante de todos los contemporáneos, por encima de Picasso, de Matisse, y de los veteranos y jóvenes de todas las vanguardias. Así, de la mano de los nuevos generales de la guerra fría, los mandarines e ideólogos del predominio cultural neoyorquino y norteamericano concluyeron que si bien las nuevas inquietudes de las vanguardias habían nacido en Europa, empezando a romper las viejas ligaduras del artista con el fauvismo, el cubismo o el expresionismo alemán, ese proceso culminaba ahora con la nueva pintura norteamericana, el expresionismo abstracto, que era el reflejo de una sociedad libre, pujante, poderosa. Incluso al margen de la voluntad de los artistas, de la aparente libertad de la action painting de Pollock, o de los campos de color de Rothko, los nuevos preceptos iban de la mano de un feroz anticomunismo que estaba dando una nueva dimensión al mundo y la cultura europeas, y, más allá, a todo el área de influencia norteamericana en el mundo occidental.
Ya en 1946, con ocasión de una exposición de pintura francesa celebrada en el Whitney de Nueva York, los críticos norteamericanos declararon que el arte francés había muerto y que era el momento del arte norteamericano, aunque uno de los más influyentes, Clement Greenberg, escribía en ese mismo 1946 que los artistas de su país continuaban “yendo a remolque de Europa”. Era cierto que Picasso seguía representando la modernidad, pero Matisse era ya un anciano a quien la propaganda artística estadounidense podía fácilmente identificar con el pasado, oponiéndolo al arte moderno y a las nuevas experiencias de los pintores norteamericanos como Pollock. Y el discurso cultural iba de la mano de las decisiones políticas. Poco después, en 1948, el Congreso norteamericano aprobaba la ley Smith-Mundt que hizo posible la creación de numerosos organismos de propaganda cultural (como el USIE, U. S. Information & Educational Exchange), que desarrollaría su actividad sobre todo en Europa occidental, y que, de la mano de la emisora Voice of America, difundieron el mensaje ideológico y cultural de los Estados Unidos. Había, además, mucho dinero disponible: en apenas unos meses, entre finales de 1950 y mediados de 1951, Estados Unidos gastó más de cien millones de dólares, una verdadera fortuna entonces, en campañas culturales en Europa occidental para hacer frente al arte y la literatura que consideraba influidos por el comunismo y por la Unión Soviética. Las iniciativas musicales y teatrales del ANTA, la American Nacional Theater Academy en Europa, sobre todo en Francia, por ejemplo, ayudaron a combatir el “antiamericanismo” que, según Robert Sherwood, había “empapado a la población europea […], primero con los nazis, luego con los comunistas”. La tramposa tesis del conservadurismo liberal sobre la “identidad de los totalitarismos” se encontraba ya en esas palabras.
La experiencia bélica había sido distinta a ambos lados del Atlántico. Estados Unidos había visto la guerra como un asunto lejano, mientras Europa perecía en el fango de las trincheras y en los bombardeos de la retaguardia. Y, en la posguerra, los demonios seguían estando presentes. El periódico Lebyrinthe, un mensual literario y artístico, publicaba en mayo de 1946 un texto de Sartre, que procedía del “Retrato del antisemita”, destacando una frase del viejo Bebel: “El antisemitismo es el socialismo de los imbéciles”. Mientras Picasso realizaba Le Charnier, una descarnada acusación al nazismo, Lee Miller enseñaba sus fotografías de Buchenwald, donde podía verse a soldados norteamericanos casi indiferentes, ajenos, ante los amasijos de cadáveres de las víctimas del nazismo. Pero se había iniciado otra época, y Estados Unidos mostraba sus músculos con el lanzamiento de otra bomba atómica, ahora en el atolón de Bikini, el 25 de julio de 1946: estalló en medio del océano, pero su destino era Moscú, aunque también París. Una fotografía anónima, hecha en ese mismo 1946, captó al almirante norteamericano Blandy y su esposa, satisfechos, ¡cortando un enorme pastel con un hongo nuclear que se elevaba! Porque los Estados Unidos se vanagloriaban de su poder de destrucción, estaban orgullosos de haber destruido Hiroshima y Nagasaki, y no desaprovechaban ninguna oportunidad para lanzárselo a la cara al mundo. Al respecto, eran reveladoras las palabras del escritor Dwight Macdonald (supuesto radical y anarquista, anticomunista feroz durante la guerra fría, financiado con el dinero sucio de la CIA, aunque después la agencia no toleró algunas de sus críticas), quien, en septiembre de 1945, afirmó: “La bomba [atómica] es el producto natural del tipo de sociedad que hemos creado. Es una expresión tan sencilla, normal y espontánea del estilo de vida americano como lo son las neveras, el banana split, y los automóviles de cambio automático.” Era casi una banalidad, pero no había nada más cierto que esa frase aplicada a un país que no se avergonzaba de haber asesinado a millones de personas en los bombardeos sobre ciudades de la retaguardia.
Como si fuera un capricho del destino, en el mismo 1947 en que Truman lanzó su doctrina de contención del comunismo y se inició la guerra fría, Pollock empezó a desarrollar una pintura basada en automatismos, sin rastro de figuración, confusa, como un presagio del mundo que llegaba. Su pintura parecía ser libre, y, en un momento en que Washington se apropiaba con habilidad del concepto de libertad mientras Moscú insistía en la paz, Pollock representaba a la perfección esa supuesta libertad, que iba de la mano de la expansión del poder militar norteamericano. Curiosamente, los sectores más tradicionales de la sociedad norteamericana desconfiaban del arte abstracto, aunque la saña con que los nazis habían señalado al arte degenerado de las vanguardias europeas no dejaba de ser utilizada como argumento disuasorio para disolver esas resistencias. Para Washington, lo que estaba en juego era una batalla contra el comunismo en Europa occidental en un momento en que la influencia de los partidos comunistas era muy relevante, lucha acompañada, al mismo tiempo, de la persecución política que se había iniciado con la caza de brujas, de la segregación racial y de la pobreza en Estados Unidos, y de los asesinatos masivos en Corea, de nuevo con los bombardeos, con el intervencionismo militar en el mundo, para centrarse en la exaltación de una libertad ficticia que daría a Washington excelentes resultados políticos.
En algunas obras artísticas de la época podemos ver, en perspectiva, curiosos reflejos anticipatorios: en un collage de Motherwell, de 1943, puede verse una etiqueta, un sello de garantía de producto, de la República de Cuba, país que, tras la revolución de Fidel Castro y del Che Guevara, pronto iba a estar entre los objetivos de los planificadores de la guerra fría. O en la obra de Gorky, Jardín del cumplimiento de los deseos, de 1944, cuando la vieja plutocracia de Nueva York podía empezar a soñar con un nuevo mundo dirigido por ella. También podía sospecharse el espejo de la decadencia europea, del retroceso político, en la fotografía de Sabine Weiss, La compra del orinal, de 1952, donde unas mujeres compran bacines delante de un local de los Anciens Combattents de la guerre, que ya empezaban a ser apenas materia de recuerdos familiares y nostalgia de veteranos.
Esa batalla tenía muchos frentes: a finales de 1948, con los comunistas ya expulsados del gobierno francés y con la oleada de huelgas remitiendo en toda Francia, y tras haber manipulado las elecciones italianas de ese mismo año, evitando la formación de un gobierno del PCI, Estados Unidos se dispuso, no sin dificultades, a culminar la inclusión de Francia en su sistema de alianzas. La CIA inició operaciones secretas contra el Movimiento por la Paz, donde el Partido Comunista Francés tenía gran influencia, y financió —de acuerdo con el gobierno conservador de París y con la policía, y ayudados también con fondos de la patronal francesa— a organismos mercenarios que simulaban trabajar también por objetivos pacifistas aunque, en realidad, sólo pretendían limitar el arraigo comunista y desprestigiar ante la opinión pública francesa al Movimiento por la Paz. En abril de 1949, Washington había creado la OTAN, había firmado un pacto militar bilateral con París, y el Plan Marshall se estaba aplicando en Europa desde hacía meses. La supuesta amenaza soviética era un pretexto utilizado para acantonar tropas norteamericanas en toda Europa occidental, puesto que Moscú desarrollaba una política exterior orientada a la consolidación de la paz: el propio general Mac Arthur, exponente de los sectores más belicosos del Pentágono, así lo había reconocido, aunque no públicamente. Pero la guerra fría iba a continuar: contra el comunismo, pero sin descuidar a los aliados, que a veces lo eran a la fuerza, despojándoles de algunos atributos: por eso, Estados Unidos planificó que Nueva York sustituyese a París como centro del arte mundial.
La propaganda cultural norteamericana, basada en los organismos creados por la CIA y en una red de complicidades surgida al amparo del dinero, se hizo casi con la exclusividad de la defensa del llamado arte moderno, identificándolo con el realizado por artistas como Pollock, De Kooning, Rothko, Kline y otros, a quienes se otorgaría la etiqueta de expresionismo abstracto (aunque no todos eran expresionistas, ni participaban de la abstracción), mientras organizaba numerosas exposiciones en París. Incluso un presidente tan poco dotado para la comprensión del arte como Eisenhower lanzó, al inicio de su presidencia, una campaña propagandística a favor del arte moderno, superada ya la inicial incomprensión de Truman acerca de la nueva corriente y de la utilidad política que podía tener. Sin embargo, era cierto también que el rechazo al arte moderno se había anunciado en las palabras de Hitler, que había considerado bolchevique al que llamó “arte degenerado”, y estaba presente en los sectores conservadores y aislacionistas de los Estados Unidos, en gran parte de la población urbana influida por el partido demócrata de Truman, y, al mismo tiempo, en los conservadores británicos, como Churchill; también, en la Unión Soviética del realismo socialista, y en Francia, como mostraban, en un guiño, algunas fotografías de Doisneau.
En la propaganda lanzada con ocasión del veinticinco aniversario del MoMA, Eisenhower, cambiando deliberadamente la realidad de una utilización mercenaria del expresionismo abstracto, lanzó al mundo una frase lapidaria: “Cuando a los artistas se les convierte en esclavos y en meras herramientas del Estado; cuando los artistas pasan a ser los principales propagandistas de una causa, el progreso se detiene y la creación y el genio son destruidos.” Era un completo acto de hipocresía, porque Estados Unidos, que utilizaba para su propaganda a los artistas del expresionismo abstracto, acusaba a la Unión Soviética y a la izquierda comunista europea de ese pecado. Pero la vida está llena de mentiras: aunque Washington acusaba a Moscú de sostener una política agresiva, acusación que, gracias a la eficaz y masiva propaganda, fue creída por millones de personas en todo el mundo, su gobierno sabía que no era así: en su comparecencia ante el Senado norteamericano a inicios de los años cincuenta, el feroz general Mac Arthur había reconocido que “el dispositivo militar soviético es esencialmente defensivo”. Sin embargo, la verdad no importaba sino los objetivos políticos que debían conseguirse: el acoso hacia los partidos comunistas y los propios países socialistas europeos, y la consolidación de Estados Unidos como gran potencia capitalista, también en el plano cultural. París, toda Francia, era un estorbo y un rival, aunque tenía que seguir siendo un aliado.
Mientras los intelectuales y artistas comunistas y de izquierda eran sometidos a un bombardeo sobre la degradación que la política sometía al arte, desde Estados Unidos se utilizaba la radio, el cine, los circuitos artísticos y las exposiciones, la música, al servicio de la cosmovisión capitalista, para construir un imaginario y una mirada que aceptasen la dominación cultural norteamericana y el predominio de sus empresas, de su sistema, de su visión del mundo. Los más influyentes críticos norteamericanos proclamaron que los pintores del arte abstracto norteamericano como Pollock, Gorky, Rothko, Gottlieb, De Kooning, Hofmann, Kline, Motherwell, Newman, eran superiores a esa misma corriente en Francia, desde Fautrier hasta Dubuffet, pasando por Hartung o Tal Coat. Lo consiguieron: pintores franceses que no eran inferiores a muchos nombres del expresionismo abstracto quedaron olvidados, y siguen siéndolo. Las empresas y fundaciones privadas jugaron en ello un papel determinante, desde el MOMA y el Guggenheim hasta el Whitney Troust, la Fundación Whitney y la Ford, la CBS, Life, Time y tantas otras publicaciones, pasando por la plutocracia representada por los Rockefeller o los Whitney. En Francia, la CIA desarrolló un activo trabajo de apoyo y financiación a organismos intelectuales, a partidos políticos, periódicos y revistas, así como en la creación de sindicatos anticomunistas, e incluso se infiltró en las filas del Partido Comunista. Las operaciones encubiertas de la CIA tuvieron en muchas ocasiones el apoyo del gobierno francés, una vez los comunistas fueron expulsados del mismo. La propaganda cultural norteamericana iba acompañada del estímulo a la represión política, exigida con dureza por los diplomáticos norteamericanos: en mayo de 1952, por ejemplo, con ocasión de la llegada a París del general Matthew Ridgway, nuevo jefe de la OTAN, las masivas manifestaciones de protesta fueron reprimidas sin contemplaciones, la policía francesa ocupó las sedes del Partido Comunista y centenares de comunistas fueron detenidos, entre ellos muchos dirigentes, como Jacques Duclos. Ni el gobierno francés, ni la policía, ni los consejeros norteamericanos tenían el menor escrúpulo para justificar la represión: con el pretexto de las palomas que Duclos llevaba en su coche, el dirigente comunista fue acusado de organizar los disturbios utilizando para ello las supuestas
palomas “mensajeras”.
Mientras tanto, en la Unión Soviética predominaba el realismo socialista, y, al mismo tiempo, Washington introducía clandestinamente libros sobre el expresionismo abstracto en Polonia y otros países socialistas europeos. En Europa occidental, las fuerzas de izquierda optaban por apoyar un realismo que, creían, congeniaba más con los sectores populares que pugnaban por conquistar el predominio político, particularmente en Francia y en Italia. Picasso continuaba denunciando en su pintura la política norteamericana, con claras alusiones a las matanzas en la guerra de Corea, por ejemplo, al igual que hacían otros pintores comunistas, como Fernand Léger y André Fougeron, pero las tareas, y el dinero, del Congreso por la libertad y la Cultura, la organización creada por la CIA para contrarrestar el arte comprometido con el socialismo y la izquierda, iban a mostrar su eficacia muy pronto.
Las nuevas formas artísticas del expresionismo abstracto fueron eficazmente promovidas por los potentes medios propagandísticos de los Estados Unidos, y presentadas como sinónimo de libertad creativa, y, aún más, como expresión de la libertad en su más amplia acepción: eran el enunciado democrático de una sociedad joven, desinhibida, optimista, que, además, había salvado al mundo del nazismo y que, en ese momento, se enfrentaba a una nueva amenaza: el comunismo que había arraigado con fuerza en los principales países europeos. Todo era una gigantesca mentira, porque ese poder estadounidense había desatado el horror de Hiroshima y Nagasaki, y había asesinado a millones de personas en operaciones militares que, con arreglo al derecho internacional, eran crímenes de guerra. Pero ahí estaba el Departamento de Estado norteamericano organizando exposiciones artísticas; la Oficina de Información Internacional, USIE, y la Voice of America difundiendo el arte y la forma de vida americana, mientras la Federación Americana de las Artes enviaba exposiciones por Francia, Italia, Turquía y otros países y el MoMA se convertía en el nuevo oráculo de la modernidad al tiempo que los músicos de jazz paseaban por Europa la música más viva del siglo y eran utilizados, muchas veces a su pesar, en la propaganda.
Sin embargo, la supuesta libertad que traía la nueva pintura era, en realidad, un programa de sumisión política en manos del gobierno norteamericano, a veces al margen de los propios creadores, algunos tan ingenuos que creían estar combatiendo al poder cuando, en realidad, se habían convertido en instrumentos propagandísticos suyos. Estados Unidos perfilaba entonces un plan de dominación planetario que, medio siglo después, a inicios del siglo XXI, se extendía por todo el mundo: hoy, ciento cuarenta países, de grado o a la fuerza, cuentan con tropas norteamericanas acantonadas en sus territorios. Pero ¿qué tenían que ver los marines con la espontánea pintura de Pollock, con los campos de color de Rothko, con los rasgos inquietos de De Kooning? Todo, tenían todo que ver. Parecía que Picasso, Matisse, Léger, Kandinsky habían sido superados, aunque su aportación siguió siendo importante en la posguerra, y que otros autores relevantes que estaban introduciendo nuevas ideas en el arte, pertenecieran ya al pasado, mientras que, en cambio, el expresionismo abstracto norteamericano representaba lo nuevo, la modernidad, el gesto desinhibido de la joven democracia americana. Muchas de las obras de los expresionistas americanos no son mejores que otras de autores franceses o europeos que indagaban entonces en la abstracción y que hoy han quedado relegadas al olvido; muchas pinturas del expresionismo abstracto son apenas divertimentos sin interés, sin proyección (también, es cierto, lo son otras de pintores consagrados como Matisse, cuyo Visage. Lydia en fleurs, de 1942, es, simplemente, feo y aburrido), aunque consiguieran alcanzar el status de nuevo canon moderno gracias al poder que tenían detrás. En esos años nace la progresiva conversión del arte y de las instituciones y museos que guardan y organizan el “mercado artístico” en una suerte de bolsa de valores, se inicia la transformación de los museos en centros comerciales destinados a supervisar el valor de las inversiones, que desconfían de las tendencias artísticas que propugnaban un arte comprometido con los trabajadores, con la instrucción pública, un arte útil para el cambio social, en línea con lo que defendía entre nosotros Josep Renau.
La ingenuidad, la inocencia que muchos pretendían ver en Estados Unidos era un tópico para consumo de masas. Aquellos chicos sanos, aquellos soldados norteamericanos que habían abandonado su país para combatir en Europa, que “habían luchado por la libertad del mundo” eran los mismos que, poco antes, volvían a sus bases tras haber bombardeado a la población civil japonesa y causado matanzas aterradoras escuchando jazz por la radio, enseñándose fotografías pornográficas y riendo, como ha escrito Akira Yoshimura. Pero el “mito de la guerra buena”, como lo definió Jacques R. Pauwels, en los años en que el mundo cerraba los ojos ante los crímenes norteamericanos, iba a durar mucho tiempo. Además, la prosperidad de los Estados Unidos —en una época en que la Unión Soviética estaba casi destruida, como Alemania y Polonia, y el resto del continente se recuperaba con dificultad de la guerra— parecía hablar a favor de la bondad del capitalismo americano: en Estados Unidos no había racionamiento y la abundancia de productos era servida a los europeos a través del cine y de la propaganda, y el plan Marshall ayudaba a la recuperación económica de Europa, al menos aparentemente. La “libre circulación de ideas” que defendía Washington significaba, en la práctica, la invasión de los productos culturales y del cine norteamericano en Europa, que, por supuesto, no era correspondida al otro lado del Atlántico con la llegada de productos franceses o italianos y, mucho menos, soviéticos. En el inicio de la guerra fría, en la propia Francia se proyectaban nueve películas norteamericanas por cada una francesa, aunque seguía existiendo un público numeroso que seguía el cine francés, y los noticieros que acompañaban a los films eran otra fuente de influencia y penetración estadounidense.
A mediados de los años cincuenta, la abstracción y el individualismo se habían apoderado ya del escenario, de la modernidad, canibalizando incluso algunas posturas críticas de relevantes artistas, convirtiéndose en un “lenguaje internacional”, como lo calificó uno de los críticos norteamericanos más influyentes, Clement Greenberg. Su éxito era total: Jean Cassou llegó a escribir que con el arte abstracto norteamericano “resplandece el amanecer de una civilización futura que todavía no es del todo comprensible”. Además de Pollock, Rothko, Kline, De Kooning y Gottlieb, allí estaban Barnett Newman, Clyfford Still, Philip Guston, Robert Motherwell y otros artistas menores, celebrando su propio triunfo y el nuevo papel de Nueva York.
La victoria de Nueva York sobre París, documentada por Serge Guilbaut, el predominio de los nuevos pintores norteamericanos, con la implicación de la CIA, fue, de hecho, la victoria de la mercancía sobre el arte. El millonario Nelson Rockefeller lo había visto con claridad en 1949, cuando afirmó que había que apoyar decididamente al expresionismo abstracto puesto que era “una empresa artística libre”; era la “pintura de la libre empresa”, como afirmó Alfred Barr, el fundador del MoMA, que en 1950 elegiría a Pollock para representar a Estados Unidos en la Biennale. El cine de Hollywood, ya limpio de comunistas después de la caza de brujas y del paso del HUAC, la difusión del refresco de coca-cola que era “la esencia del capitalismo”, como había afirmado el presidente de la compañía, las nuevas formas de vida que llegaban de América, acompañaban a un arte que empezaba a caminar al lado del espectáculo, del mercado, de la publicidad, del escándalo, un arte situado cada vez más al margen de los criterios artísticos, que iba engullendo exposiciones, galerías, marchantes, mientras los inversionistas se apoderaban del escenario.
El informe secreto que el Departamento de Estado norteamericano hizo sobre Picasso, en marzo de 1955 (el mismo año que Pollock hizo su espantoso cuadro Search), y cuyas fotocopias (¡con casi todo el texto tachado!) se harían públicas muchos años después, son el reflejo oscuro de ese poder naciente, y puede considerarse la escritura de propiedad del arte de la que Nueva York se había apoderado. La ironía de que el expresionismo abstracto, una pintura sin aparentes contenidos ideológicos, un arte sin conexión con la realidad social, se convirtiese en martillo de herejes comunistas y en instrumento de la nueva hegemonía norteamericana, era otro signo de los tiempos. Entre el barquito de vela de The “Martha McKeen”of Wellfleet, una tela de Hopper de 1944 que mostraba la vieja América de preguerra, y la imagen de los esposos Rosenberg en un furgón policial, de 1953, dirigiéndose hacia la silla eléctrica, habían pasado pocos años, pero la vida había cambiado por completo: en una hoja de papel, sin fecha, Otto Wols había escrito “las palabras son de los camaleones”, y Pierre de Soulanges facturaba, en Pintura, 196 x 270 cm, julio-agosto 1956, de ese año, la ausencia de color, la oscuridad del mundo.